13 de junio de 2007

Batallas electorales III (y de las otras también) (1966-1968)


Por Cacho Mendoza

Como un reloj, el proceso golpista de Onganía y los sectores mas concentrados de la economía argentina seguía su derrotero. El 28 de junio de 1966, el General Julio Alsogaray, hermano de Alvaro, fue el encargado de sacar de la Rosada a los empujones a un orgulloso, pero solitario y aislado Illía. Otro intento de normalizar el país sin el peronismo, fracasaba. Los buenudos, los democratistas, los eternos trenceros, los serviciales cuadros de la partidocracia liberal, sucumbieron nuevamente.
A nosotros nos daba pena el viejo dentista de Cruz de Eje, que desde Tía Vicenta venían mostrando como un fatigado cordobés, entretenido con la muña muña y el tecito de burro. Y desde los medios serios (sic) —como Primera Plana, La Nación, etc.— venían hostigándolo y mostrándolo como una “Tortuga” pesada y lenta.

Y los empresarios y los milicos querían resultados… ¡Ya!.
Querían que se parara el Plan de Lucha de la CGT, la toma de fábricas, el control obrero de la producción, la marcha de los zafreros, la vigencia del liderazgo de Perón o los aumentos salariales.
Como verán, claros objetivos que aglutinaban al conjunto “sano y bienintencionado” de la población. Nosotros le decíamos: la oligarquía, los gorilas, los vendepatria, los cipayos. Como siempre en nuestra historia: dos lenguajes, dos proyectos, dos formas de pensar la vida en la Argentina.

Una curiosa mezcla de empresarios y sindicalistas; católicos y laicos; civiles y militares; derechas e izquierdas creían que había llegado el momento de “cambiar las estructuras”. La revolución estaba en el aire. Había muchas versiones de ella, y una coincidencia: ninguna le asignaba valor o posibilidades a la democracia. Para estos sectores, Onganía era un revolucionario. El catolicismo integral sustentaba su discurso antimoderno. Onganía y su círculo hablaban igual que un párroco de los treinta y cuarenta que, con la misma convicción, condenaba tanto a los comunistas y liberales como a las mujeres que trabajaban o fumaban.
Coherentes con esta posición, los partidos políticos —inútil engendro del liberalismo—, fueron suprimidos. Las costumbres fueron moralizadas. El arte moderno inspiró desconfianza. La ciencia era respetable, pero los debates intelectuales en las universidades eran considerados otra fuente de desorden. Contra todos esos brotes malignos se descargó el pesado brazo de la autoridad. También cayó sobre sindicalistas y empresarios díscolos; aunque de manera mucho más suave, pues unos y otros tenían un lugar en el nuevo orden. Inclusive sobre los militares, enviados a practicar su profesión en los cuarteles.
Lucas y Oscar que estaban a cargo del Centro de Estudiantes de Química de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de Buenos Aires —ahí cerquita de la Rosada, en Diagonal y Perú— se acercaron a la Plaza de Mayo y vieron azorados, con sus jóvenes y idealistas ojos, como sacaban a Illía a empujones e insultos. Sin tanques, sin jeeps, sin soldados. Solo una efectiva formación de la Federal, ya militarizada por las circunstancias, tuvo a cargo la tarea. Los milicos ni se gastaron en movilizar ningún soldado. Ya sabían que nadie opondría resistencia.

Divorciados del pueblo trabajador, haciendo el trabajo sucio en una democracia formal; con los medios en contra limando y esmerilando a la Tortuga; con los “cursillistas” en misión salvadora, la UCR y su representante se fueron de la escena, sin aplausos, sin gritos, sin quejidos. Como si nunca hubieran existido.
A Lucas y a Oscar, los detendrían un mes después cuando la misma Federal entró en la Facultad de la calle Perú y en doble fila de milicos estrenaron sobre las espaladas y las cabezas de los estudiantes y profesores los famosos “bastones largos” con la que comenzaría la intervención a las universidades del todo el país.

En Tafí Viejo, los ferroviarios y los cañeros metían la primera cuña y lanzaban una declaración planteando “que la única solución a la crisis política y económica del país, es la vuelta del General Perón a la Patria y al Poder”.
En Buenos Aires, los principales jefes sindicales, Augusto Vandor y José Alonso, ya superadas sus diferencias, compraban los trajes para asistir a la asunción del “Morsa”.

El Viejo, atento a la situación y al acercamiento de los popes sindicales a Onganía y compañía, lanza su famosa frase: “Hay que desensillar hasta que aclare”.
La Resistencia y los cuadros jóvenes del peronismo, nos abroquelamos en los sindicatos mas combativos: portuarios, mecánicos, gráficos, farmacia, papeleros, telefónicos, municipales, etc. Y nos preparamos para una larga lucha contra una dictadura que asumía con Onganía diciendo que “no tenemos fecha de elecciones, no estamos apurados y al menos necesitamos diez años para cumplir nuestros objetivos” .

El Negro Serrano, claro y experimentado dirigente portuario, sostuvo en la reunión en el sindicato de Farmacia: “Nosotros tampoco tenemos apuro. Ya venimos demostrando que nos interesa otro tipo de país; que no peleamos por las migajas ni por los cargos en el Estado. Nuestra lucha pasa por continuar la revolución inconclusa en el ‘55, garantizar la soberanía y la independencia de los poderes trasnacionales y devolverle la felicidad al pueblo. Pasa por la Liberación Nacional y Social”.
Este sería un momento importante en la historia de la lucha política. Ahí ya se acuñaría una idea nueva en el Movimiento: al retorno incondicional de Perón se le agregaba la Liberación Nacional y Social. La lucha de los últimos diez años había incorporado otros elementos. El debate de los militantes había abierto otros cauces. Empezábamos a necesitar respuestas a todos los interrogantes que nos dejaba la pelea, los triunfos y las derrotas.
La Revolución Cubana se veía como una nueva experiencia popular y a pesar de las distancias ideológicas se la veía con simpatía y orgullo.
Muchos de nuestros dirigentes defeccionaban y se pasaban al enemigo. La mayoría de los empresarios que se habían favorecido con la sustitución de importaciones y de la obra pública gigantesca de la época peronista, ya habían abandonado el barco popular y se habían pasado con armas y cuentas bancarias al campo del enemigo oligárquico.
Un alto porcentaje de cuadros militares picó el anzuelo del poder y del Departamento de Estado de los Estados Unidos con sus escuelas de adoctrinamiento en Centroamérica y se comió el verso del anticomunismo y de la civilización occidental y cristiana. Para ellos, nosotros, los laburantes peronistas, éramos el diablo y el enemigo a destruir; o, al menos, a disciplinar.

Por otra parte, se habían empezado a acercar otros sectores a nuestros sindicatos, a nuestras unidades básicas, a nuestros locales comunitarios, para coordinar acciones o integrarse en nuestra lucha.
Grupos de jóvenes católicos, que empezaban a sentir la mentira de las jerarquías (hasta curas y monjas había). Grupos de estudiantes universitarios, que empezaban a sentir en carne propia, tras la noche de los bastones largos y la intervención a las universidades, los rigores de la represión, la falta de libertades y la violación de la santa autonomía, de la que habían gozado hasta el 28 de julio de 1966. Grupos de la izquierda no gorila, que empezaban a respetarnos y a entender que nuestra historia no tenía nada que ver con el fascismo y que nuestra relación con el Viejo tenía otras razones, mucho más sencillas que las que ellos se dedicaban a desentrañar leyendo manuales europeos.
Pero todos estos procesos de acercamiento, también empezaron a exigirnos a nosotros profundizar más en nuestra historia. Comprender las relaciones de poder y de clase. Saber como parar los intentos de modificar nuestro derrotero o el uso de nuestra fuerza para proyectos que nada tenían que ver con nuestros objetivos y nuestra experiencia.
Fue un momento de gran aprendizaje y de mucho debate y lectura.

Onganía va a llevar a fondo el intento de disciplinar a los trabajadores y a los políticos rebeldes. Pero también va a atacar con sus planes a muchas empresas chicas que no serían viables para el nuevo modelo. Aparece en escena un personaje maloliente que va a signar esta etapa: Adalbert Krieger Vasena. Con este ministro de economía se pone en marcha un proceso de transferencia de recursos de un sector a otro de la sociedad, profundizando las diferencias y la explotación.
La receta típica: devaluación de la moneda del 40 por ciento; congelamiento salarial; estrangulamiento crediticio a las pymes o empresas no viables; despidos sin indemnización; nada de paritarias; “tolerancia cero” —diríamos hoy— a la actividad sindical; intervención a los sindicatos rebeldes; censura generalizada y represión organizada desde lo mas alto del Estado. Hoy podemos verla como un ensayo de lo que, multiplicado por mil, viviríamos del ‘76 en adelante.
La política económica va a generar una gran desnacionalización de empresas, entrada de capitales golondrina y crecimiento del endeudamiento externo.

Pero el descontento crecía y los dirigentes sindicales “colaboracionistas” y “participacionistas” (el “Lobo” Vandor, Rogelio Coria, José Alonso, Adolfo Cavalli) que empezaron sintiendo vergüenza por sus ropas de obreros, trataron de ponerse a tono con los despachos y antesalas ministeriales y poco a poco de representantes obreros frente al poder se convirtieron en representantes del poder frente a los obreros.
La mayoría de ellos se enriqueció. Adquirieron hábitos y vicios incompatibles con sus cargos de dirigentes sindicales; burocratizaron sus sindicatos y los transformaron en maquinarias sin contenido; se limitaron —en el mejor de los casos— a la acción social, al tanto por ciento de aumento en cada nuevo convenio, a los hoteles de turismo, a las colonias de vacaciones, etc.
Olvidaron que los trabajadores no podemos ni debemos mantenernos al margen de los problemas fundamentales de la vida nacional.

Toleraron los avances incesantes de los monopolios que rigen la economía del país, arruinando a las empresas nacionales, especulando con la desocupación que abarata la mano de obra, envileciendo los salarios.
Durante años esos dirigentes se opusieron entre sí; encarnaban actitudes distintas ante los problemas nacionales e inclusive se combatieron con dureza. El tiempo borró esos matices, gastó los ropajes ocasionales y los dejó desnudos; fue posible ver que se parecen mucho, unos y otros. Por eso ahora, como por arte de magia, están todos juntos, enfrentados a los trabajadores, esperanzados en ser la comparsa del onganiato.

Y desde abajo, a partir de las luchas de los portuarios y del encarcelamiento de su secretario general Eustaquio Tolosa, se desataría una batalla electoral muy singular: la del Congreso Normalizador de la CGT, convocado del 28 al 30 de marzo de 1968 en Buenos Aires, bajo el nombre del querido y respetado Amado Olmos, que había muerto en un accidente.
Allí nacerá la CGT de los Argentinos y comenzará el fin del onganiato y la ultima batalla para garantizar el retorno del General Perón a la Patria y al Poder.

Ahí estuvimos y se los cuento en la próxima.

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