26 de marzo de 2008

EN TORNO AL PARO RURAL


por Alberto Alberti y Manolo Giménez

Con el sospechoso apoyo de la mayoría de los multimedios porteños, la protesta de las entidades rurales ha detonado una apasionada disputa entre opositores y oficialistas.

Por supuesto que, en momento alguno, el debate ha superado la pobre confrontación entre el oportunismo de los primeros y la obsecuencia de los segundos; aunque está claro que se trata de una situación que demanda algo más que consignas y caracterizaciones parciales.

Pues si bien es cierto que entre los convocantes al paro de actividades se encuentra la decrépita Sociedad Rural, de nada ayuda recurrir a no menos vetustas formulaciones antioligárquicas sin tomar en cuenta los cambios que presenta la sociedad argentina de los últimos años.

El problema agrario se encuentra surcado por el conflicto de clases y es imprescindible saber a qué instancia histórica responde. Lo que supone, fundamentalmente, entender en qué condiciones opera hoy el capital monopolista y quienes detentan, en conscuencia, las posiciones dominantes.

Una herramienta legítima no define un modelo


Por carecer de una burguesía nacional históricamente consolidada, los países periféricos requieren de la intervención del Estado en la actividad económica. Sin embargo, por su carácter instrumental, las medidas directas no constituyen, en sí mismas, un modelo de crecimiento autocentrado.

El conflictivo incremento de las retenciones a la exportación de granos dispuesto por el Gobierno Nacional presenta, justamente, un buen ejemplo de ello. Puesto que si bien esta medida permite desacoplar los precios internacionales de los precios internos o financiar la compra de divisas —entre otras urgencias de la política oficial—, no parece contribuir necesariamente a una estrategia económica progresiva.

Nadie duda que las ventajas del ciclo expansivo de los commoditties, y el mantenemiento del tipo de cambio sostenido desde el Banco Central justificarían, por sí mismos, el cuestionado gravamen. Pero para estar seguros de su efecto redistributivo —siguiendo la expresión de la presidenta Cristina Fernández— sería importante determinar si el impacto de los aumentos colabora, realmente, en reducir la brecha entre los que más tienen y los que menos. O si, por el contrario, agudiza la desigualdad y la concentración.

Para ello deberíamos aclarar, entonces, quiénes son los principales exportadores de granos en la Argentina y cuál es su relación con los chacareros que están cortando las rutas en las provincias productoras.

¿Quién paga la factura?

Nueve compañías manejan el 80 por ciento de las ventas externas de soja (poroto) y el 89 por ciento de los subproductos. Entre ellas, Cargill, Toepfer, Dreyfus, ADM, Nidera, Bunge y Los Grobo. Representan tan sólo al 10 por ciento de los productores, pero acaparan más del 70 por ciento de la producción. (Cargill y Dreyfus ya importan soja de Paraguay, para moler y reexportar; mientras que Los Grobo fusionó con un grupo inversor brasileño).

Sus ventajas son enormes. Como dice el analista Eduardo Azcuy Ameghino: “No compran el gasoil en el surtidor, sino mayorista. El fertilizante, en Profertil, con un descuento del 18 por ciento sobre el precio minorista. Con la mano de obra, llaman a licitación de contratistas, para que se maten por hacerles la cosecha más barata. Y vende mejor, por poder de mercado”.

Pero la principal ventaja de los “grandes’ es, precisamente, la existencia de los “chicos”. Porque la existencia de productores en pequeña escala es la que permite la formidable ganancia de las poderosas empresas líderes. Estas últimas —según explica el Grupo de Reflexión Rural“le pagan al productor la tonelada de soja aproximadamente a 165 dólares cuando su precio es de trescientos dólares. O sea que el resto, 135 dólares va para el gobierno como derecho a la exportación. Luego la venden en el mercado de Chicago a 550 y además, generalmente hacen eso luego de triangularla entre sus propias oficinas para subfacturarla y pagarle lo menos posible al Estado”.

Paradójicamente, como se ve, no son los exportadores quienes pagan el grueso de las retenciones, sino los productores; aún cuando el producido no se destine al mercado externo en forma directa.

Monopolios y rentistas

Pero tal vez el riesgo más importante sea que este incremento de las retenciones —al reducir el precio interno sin alterar, significativamente, los ingresos de los grandes exportadores— , generalice la conversión de los pequeños productores en rentistas.

Esto es: frente a la menor rentabilidad y a los eventuales riesgos climáticos, el pequeño productor termina alquilando su campo a los pooles de la siembra (como se denomina a los fondos inversores con objetivos lucrativos de corto plazo) aumentando así la tendencia a la concentración.

Al respecto, la investigadora Gabriela Martínez Dougnac sostiene que: “En un país como la Argentina, donde desapareció un cuarto de las explotaciones en los últimos años, donde aún hay zonas ricas en las que los productores no tienen capacidad económica para sostener sus campos y deben arrendarlos, donde muchas producciones regionales siguen en crisis, faltan políticas estructurales para revertir el proceso de concentración de los noventa”.

Vistas las cosas de este modo, es muy posible que las cuestionadas retenciones estarían mucho mejor orientadas en el sentido que se pretende si se plantearan en forma segmentada.

Y mucho más consensuadas si se trabajara, simultáneamente, en equilibrar los costos de la producción o en implementar leyes antimonopólicas que eviten los abusos de las empresas con posición dominante, tanto en los precios como en las condiciones comerciales.

Pues con el respaldo del sector más dinámico del campo —los trabajadores y la pequeña burguesía rural— , el Gobierno Nacional podría quitarle toda sustentación social a las organizaciones minoritarias, sin necesidad de recurrir a los excesos verbales o a las inútiles demostraciones de fuerza del piqueterismo domesticado.