3 de diciembre de 2007

Tinelli, el PJ y las ciencias sociales (Pragmatismos).


Por Manolo Giménez

“La crisis de la moral pública y la deshistorización que le es propia, han logrado por ahora instalar en el centro de las preocupaciones nacionales al gremio de los tecnócratas y cuantitivistas. (…) Los argentinos han sido saqueados, no solo en su presente existencial. Les ha sido arrebatado su pasado, el valor emblemático de sus hombres más notables y la conciencia de si mismos. Por este colapso espiritual la Nación se encuentra en peligro”.

Jorge Abelardo Ramos



No fueron las usinas propagandísticas del Partido Justicialista quienes crearon la coartada discursiva del pragmatismo, para expresar la absoluta falta de escrúpulos en la obtención de beneficios personales.
Tampoco fue su rutilante jefe en los años ‘90, ni ninguno de los adulones o ministros que lo acompañaron. Pero, sin lugar a dudas, fueron ellos quienes instalaron la valoración positiva de esta perversa modalidad en la vida de los argentinos.

Demonizado y vituperado hasta el hartazgo años más tarde, el pragmatismo menemista, sin embargo, reaparece una y otra vez. Y no sólo desde la dirigencia partidaria o sindical que le rindió culto, sino también desde otros medios de legitimación ideológica.

En un reportaje reciente, el historiador Alejandro Horowicz, al hablar de los programas de Marcelo Tinelli, mencionó la “menemización de los valores”.
“Esto es: transformar disvalores en valores cínicamente enunciados como si fueran naturales”, dijo. “Así se genera un bloqueo de la crítica, y a partir de allí la televisión reproduce, a escala gigantesca, los valores hegemónicos de la cultura”.
En los programas de Tinelli, afirma Horowicz, “la idea central es ver cómo sobreviven los participantes, cómo zafan. Es una pelea por la existencia. Y esto está directamente relacionado con los valores del menemismo: por ejemplo, con el manotear y con el zafar”.

Ayer nomás

La recomposición de la burocracia justicialista –a sólo seis años del terremoto de la experiencia neoliberal– invita a sospechar que los valores hegemónicos de la cultura señalados por Horowicz gozan hoy de muy buena salud también en la política profesional.

Estos mismos administradores del patronazgo pejotista demostraron, al comenzar el nuevo milenio, su enorme capacidad de adaptación. Tras las movilizaciones (no siempre espontáneas) que se sucedieron a partir de diciembre de 2001 y, fundamentalmente, tras las elecciones de 2003, los viejos políticos de la nueva política iniciaron una aceleradísima reconversión ideológica.

Entregaron la cabeza (una bastante grande, en particular) de sus antiguos referentes; aplaudieron a Chávez y a Fidel y expresaron con vehemencia un flamante odio hacia los organismos financieros internacionales. También aceptaron “redescubrir” al sujeto social de la política, hablar de derechos humanos o desempolvar algún montonerismo (propio o prestado) que les permitiera ajustarse a una moda que, por cierto, no tardó mucho en disiparse.

No está de más señalar que, medidos en términos de integridad moral, no son mucho peores que el resto de los dirigentes y operadores que pululan en la empobrecida política argentina. Pero han demostrado ser los más aptos para jugar a este juego. Si como señala Horowicz, zafar y manotear figuran entre los valores centrales de la cultura hegemónica, el Partido Justicialista se lleva las mejores calificaciones del jurado. No creo que sea por vocación de poder, como se ha dicho tantas veces, sino por la confiabilidad en el control social que le viene brindando a monopolios locales y extranjeros, desde 1989, gracias al control de su aceitada maquinaria clientelar.

No los van a defraudar

Precisamente, es posible que su mandato actual sea el de impedir que se altere sustancialmente el proceso de acumulación sin distribución que sostiene, desde hace tres décadas, al modelo económico y a sus fieles perros guardianes, los partidos mayoritarios. No será una tarea muy complicada; porque éste, a fin de cuentas, es el ecosistema del gatopardismo pejotista, su lugar en el mundo.

Zafando y manoteando, decíamos, los apóstoles del pragmatismo pudieron llegar indemnes a este cierre de ciclo, que parece poner fin al período inaugurado al son de los cacerolazos y con la bancarrota de la convertibilidad.
Y por lo que manotearon en las elecciones del 28 de octubre pasado, no cabe duda de que zafaron sobradamente. Al punto que han dejado en minoría a los incondicionales de Kirchner dentro del entramado de legisladores, gobernadores e intendentes que integran el Frente para la Victoria. Con lo que pretenden, dicho sea de paso, obligar al propio “compañero Néstor” a cajonear todo proyecto transversal para volver mansamente al redil donde lo esperan algunas gotas de un óleo sagrado que, últimamente, se evapora con llamativa facilidad en el Partido Justicialista.

El precio de la enunciación


Pero volvamos al soporte de legitimación con que cuenta –adoptando la expresión de Horowicz– la “menemización de los valores”. Que no en todos los casos es tan explícito como en los bailes del caño o los patines de Tinelli.

Está claro que en ámbitos pretendidamente intelectuales hoy resulta políticamente incorrecto celebrar las ventajas del pragmatismo. Sin embargo, no es extraño encontrar, en algunos círculos académicos y en respetables medios de difusión, enunciados acerca de la eficacia de los oportunistas en la práctica política como si se tratara de algo natural y técnicamente aceptable.
He tenido oportunidad, incluso, de escuchar a ciertos analistas referirse con aprobación al uso de la silla de ruedas de Gabriela Michetti o del mapita policíaco de Celso Jaque, en tanto astucias publicitarias de sendas contiendas electorales, sin hacer mención alguna al deterioro que presenta la actividad política –y nuestra sociedad– para que tales recursos puedan definir una elección.

Puesto que se orienta al individuo aislado narcisisticamente, como receptor ideal, la publicidad genera fenómenos de masividad, no de comunidad. Es decir, que si una campaña publicitaria –o cualquier destreza por el estilo– puede alcanzar tan alto de nivel de efectividad en la promoción de objetos o valores no necesariamente deseables, debería ser entendido como un síntoma de inarticulación del proyecto colectivo, antes que celebrado como una genialidad de las agencias publicitarias.

Pero, al parecer, escasea el interés de los especialistas en precisar cómo, por ejemplo, el proceso de disolución nacional y la conformación del bloque económico dominante determinan históricamente las manifestaciones del pueblo argentino (hoy convertido en “la gente”) y cuáles podrían ser los medios posibles para revertir el desconcierto o resolver el desequilibrio de fuerzas.
Por el contrario, tales síntomas suelen ser presentados por politólogos y cientistas sociales como oportunidades para los oportunistas (ecuación de consumo perfecta). De este modo, la mayor parte de las veces la formulación –mediante el sistema de encuestas– de las conductas colectivas son presentadas y comercializadas por las consultoras como hojas de ruta para planificar mejor el desenvolvimiento electoral.

Diríase que tales especimenes de la intelectualidad vernácula rara vez discuten las condiciones sociales de producción imperantes con el objetivo de modificar las relaciones de poder mediante la lucha política. Será que les resulta difícil sentir alguna responsabilidad hacia aquello que constituye, apenas, su objeto de medición.

Un ejemplo ilustrativo es la práctica sociológica local. Desprovista de todo pensamiento nacional o dialéctico –y hasta de pensamiento– y más atenta al calendario electoral que al rumbo de las fuerzas productivas, hace tiempo que viene depositando su mejor esfuerzo en ofrecer, mediante sortilegios de relativo valor científico, la ilusión de conocer el centro secreto de la voluntad popular.

Después de todo, es lo que se les pide: los partidos políticos con mayores recursos requieren de lo socialmente efectivo, no de lo socialmente justo. Y ni las ciencias sociales, ni los comunicadores, ni mucho menos los dirigentes que se incorporan a tales partidos, están interesados en mudar su fe de los santuarios del pragmatismo. No sea cosa que por alguna herejía profesional –como descubrir de qué manera se definen las clases sociales a nivel del modo de producción dominante en la Argentina actual o toparse con las esperanzas del auténtico pueblo trabajador– dejen de ser acariciados, como hasta ahora, por la mano invisible y generosa del mercado.