9 de julio de 2007
A diestra y siniestra
Por Sergio Crescini
Casi todo lo escrito o dicho sobre las elecciones porteñas por distintos analistas políticos —distinción ésta que suele definirse por el vínculo, de cada uno de ellos, con uno u otro grupo de poder—, ha demostrado que la única virtud de las usinas mayores de la prensa comercial parece ser su considerable eficacia para virtualizar lo real. Aunque, en realidad, se trata del viejo artilugio literario de “conceptualizar conceptos”, como decía Rodolfo Puiggrós. Y como en este plano de virtualidad autosostenida es innecesaria cualquier forma de confrontación con lo concreto, nuestros escribas bien podrían sostener la tesis de la estructura plana de la Tierra, por ejemplo, y no sentirse demasiado incómodos.
De este modo, las elecciones del 24 de junio ofrecieron a nuestro consejo de sabios una oportunidad inmejorable para desempolvar un antiguo esquema ideológico virtual tan indemostrable como inútil: la división ideológica de la sociedad argentina entre izquierdas y derechas.
Indemostrable, puesto que la experiencia histórica particular del pueblo argentino habla de identidades políticas —yrigoyenismo y peronismo— completamente ajenas a este esquema; e inútil, porque impide divisar la línea demarcatoria real entre los proyectos ideológicos antagónicos que conviven en la sociedad latinoamericana. Nos referimos a la construcción de una democracia social sustentada en las tradiciones del nacionalismo popular, por un lado, y al modelo semicolonial o periférico impuesto por los centros mundiales de poder, por el otro.
Es decir, la única diferenciación que se puede hacer, está planteada en el marco de los que piensan —siguiendo la conocida frase de Manuel Belgrano— qué collar ponerse y los que piensan en dejar de ser perro.
Entonces, mirando las elecciones porteñas desde esta perspectiva, se nos ocurre preguntarnos: ¿todos los que votaron a Mauricio Macri están pensando en regresar a los noventa; al dominio del capital financiero; a la reinstauración del endeudamiento perpetuo; a la desocupación galopante; a mirar para otro lado cuando el vecino es tirado por la borda? En otras palabras: ¿todos los que votaron por el PRO quieren seguir siendo perros?
Está claro que no. Lo que ha quedado demostrado es que el discurso filo progresista no moviliza la voluntad de las mayorías populares. Y mucho menos cuando ese discurso viene cabalgado por un pelotón de oportunistas.
Pero la virtualidad periodística habla, como siempre, de otra cosa. Tanto los denuestos depresivos de José Pablo Feinmann como la indisimulada algarabía de Joaquín Morales Solá permitirían pensar en un rebrote neoliberal del electordado argentino. A tal punto que la vieja fauna de cipayos y parásitos que hizo estallar el país volvió a mostrarse en diarios, radio, televisión e Internet, apropiándose del resultado electoral del 24 de junio. Tan convincente es la virtualidad periodística que ha renovado las esperanzas de mamarrachos como Ramón Puerta o del propio Carlos Menem.
Pero mientras esta hoguera de vanidades se despliega a sus anchas, la ciudad de Buenos Aires y su puerto —federalizados tras décadas de guerras civiles y una brutal batalla final en el siglo XIX— profundiza su peligrosa autonomía iniciada en 1994.
Así lo ha solicitado el recientemente electo Jefe de Gobierno sin que ninguna de las fuerzas electorales que se le opusieron haga la menor observación. Y si un enclave de vital importancia para la distribución de la renta nacional, en las condiciones de la actual matriz productiva basada en exportaciones primarias, como es el Puerto de Buenos Aires, no suscita mayores discusiones es que, definitivamente, la línea divisoria entre izquierdas y derechas es algo más que una virtualidad. Es una farsa deliberada.
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