24 de marzo de 2007

EL GOLPE DE ESTADO DE 1976 Y LOS TRABAJADORES


La camarilla de militares y civiles que llevó a cabo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, no se proponía recuperar el orden de la República, como se dijo, ni los siempre invocados valores del Occidente cristiano.
Tampoco se propuso detener el avance de las organizaciones político militares —aisladas de las masas y en franco retroceso—; ni frenar la escalada inflacionaria que se había instalado durante los últimos meses del gobierno de Isabel Martínez de Perón.

Precisamente, para detener la inflación hubiese bastado intervenir en las cadenas de distribución comercial y exportación, con la misma operatividad militar utilizada para desalojar al Gobierno. De ese modo, se podrían haber evitado el agio y el almacenamiento clandestino de productos de primera necesidad. Ambos, como se recordará, fueron instrumentos efectivos que los monopolios aportaron a la estrategia golpista; tal como habían sido utilizados, apenas dos años antes, contra las autoridades constitucionales de Chile.

Claro que no se trataba de un simple error de apreciación de los jefes militares; ni la colaboración de los llamados Grupos Económicos era gratuita. La dictadura de Videla y Martínez de Hoz no sólo les ofrecía el arribo de un nuevo modelo económico y social a pedir de boca sino que, fundamentalmente, les allanaba el camino de toda resistencia popular, especialmente en el plano gremial. Pues para cumplir con la reconversión exigida, fue necesario llevar a cabo la más feroz persecución que haya sufrido el Movimiento Obrero Argentino en toda su historia.

El repliegue de los brujos

Los sectores concentrados e internacionalizados sabían que, para remplazar el modelo económico, resultaba fundamental disolver las organizaciones sindicales y reprimir toda forma de práctica reivindicativa o política entre los trabajadores. Las movilizaciones de junio y julio de 1975 —conocidas como el “Rodrigazo”, en referencia al rechazo generado por el plan del entonces ministro de Economía, Celestino Rodrigo— habían puesto un alerta máximo entre las clases dominantes.

En aquellos días, como respuesta a la negativa oficial de homologar los convenios salariales acordados en paritarias, se había iniciado en el interior del país un proceso huelguístico que no tardaría en llegar al cordón industrial del Gran Buenos Aires y a los establecimientos fabriles de la Capital Federal. La presión de las bases desbordó a la CGT de Casildo Herreras, obligándola a ponerse al frente del conflicto y convocar a la huelga general para el 27 de junio, congregando a una imponente movilización en Plaza de Mayo.
Los grandes complejos industriales quedaron paralizados desde ese día, por iniciativa de las coordinadoras gremiales autoconformadas, hasta que el movimiento adquirió un carácter organizativo nacional con la declaración, por parte de la CGT, de un paro total de actividades por 48 horas, para el 7 y 8 de julio. A las 36 horas de iniciada la medida, el gobierno anunció la homologación de los convenios y unos días después presentaron su renuncia el ministro de Bienestar Social, José López Rega, y el titular de la cartera económica.

La hora de la espada

La primer experiencia de economía monetarista y neoliberal en la Argentina —que combinaba la suspensión de las paritarias, la devaluación, el aumento de tarifas y combustibles, la indexación de créditos y la liberación de precios— había sido derrotada por los trabajadores movilizados.
El proyecto de convertir al gobierno peronista en un instrumento oligárquico se desvanecía a poco de iniciarse. Y junto al recetario de la Escuela de Chicago, las movilizaciones desalojaron del escenario político al esotérico jefe de la Triple A —brutal organización terrorista orientada por la Logia P2 y bendecida por la CIA— que, a partir de ese momento, se demostró insuficiente para mantener el establishment semicolonial en el marco de un régimen democrático.

La derrota política de la derecha reaccionaria obligó a las corporaciones y su brazo militar a redoblar la ofensiva. Se inicia entonces la puesta en marcha del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional que —aprovechando las provocaciones suicidas, como en Monte Chingolo, de la conducción guerrillera; la hipocresía partidocrática; la “borrada” de algunos popes sindicales y la parálisis del elenco presidencial frente a la crisis inflacionaria— se pronunciará el 24 de marzo de 1976. Su carta de presentación será una batería de leyes prohibitivas: se suspendió la actividad sindical y se prohibió el derecho de huelga, al tiempo que fueron ilegalizadas la CGT y las 62 Organizaciones Gremiales Peronistas.

Las víctimas son culpables

El mismo día del golpe se intervinieron doce sindicatos, cifra que posteriormente se amplió hasta llegar a varios centenares. Una Ley de Prescindibilidad autorizaba la baja de cualquier agente de la administración pública. Se desató una auténtica cacería contra militantes sindicales. Muchos de ellos fueron detenidos, algunos incluidos en las Actas de Responsabilidad Institucional, otros puestos a disposición del Poder Ejecutivo. Miles de dirigentes medios y activistas de base fueron secuestrados y asesinados en la clandestinidad.
En abril de 1976 se sancionó una profunda re-forma de la Ley de Contrato de Trabajo —su autor, el abogado Norberto Centeno, fue acribillado en la vía pública de Mar del Plata un año más tarde—que anulaba las normas de avanzada que esta ley incluía en materia de derechos laborales.

Poco tiempo después, se sancionó la Ley 22.105 de Asociaciones Profesionales, con la que se disolvía la CGT y se prohibía el funcionamiento de cualquier otra institución similar. Entre otras medidas, este engendro jurídico proscribió las actividades políticas de los sindicatos y separó a las obras sociales de sus legítimos administradores. Esta embestida antiobrera era la llave maestra con la que iba a reinstalarse el esquema económico —esta vez a cargo de un ilustre paladín oligárquico, José Alfredo Martínez de Hoz— que las movilizaciones de 1975 habían frustrado.

Dicho plan —que perseguía, fundamentalmente, potenciar la valorización financiera del capital— se inició con el congelamiento de los salarios, que quedaron bajo el control del Poder Ejecutivo. “El salario real ha llegado a un nivel excesivamente alto con en relación con la productividad de la economía”, afirmó el ministro en 1976. Para comprender el impacto de esta medida, basta con señalar que el ingreso de los trabajadores nunca volvió a recuperarse: de hecho, a fines de 1976 el salario real había descendido un 60 por ciento respecto a los niveles de la primera mitad de la década.
Los más afectados por esta caída fueron los obreros industriales, que sufrieron en sus bolsillos y en sus fuentes de trabajo el derrumbe de la industria nacional. También, como rasgo indicativo, es necesario destacar que aproximadamente dos millones de trabajadores quedaron fuera del aparato productivo entre 1976 y 1982.

Las cuentas pendientes con la historia

Sería muy extenso detallar aquí como se fueron desarrollando las formas de resistencia de las organizaciones gremiales hasta llegar a la masiva movilización del 30 de marzo de 1982. Pero es imprescindible puntualizar que, a pesar de su alicaída capacidad de convocatoria y a su drástica reducción numérica, el Movimiento Obrero Argentino demostró ser —como en la mítica Resistencia Peronista— el refugio de la auténtica democracia de masas. No por obra y deseo de las estructuras dirigenciales, sino por imperio de las propias leyes objetivas del desarrollo histórico.

Desde esta perspectiva, es imprescindible recuperar el concurso de los trabajadores y sus organizaciones —más allá de los agrupamientos circunstanciales— en la nueva oportunidad que se nos presenta hoy de reconstruir el frente nacional y encaminarnos hacia la plena emancipación económica, social y política. En momentos en que los vientos del Nacionalismo Popular Revolucionario soplan nuevamente sobre la Patria Grande, tenemos que evitar, sobre todo, repetir los errores del pasado. “Las causas fundamentales de la caída del gobierno peronista en 1955 —escribió Rodolfo Puiggrós— son dos: la ruptura del frente nacional y la falta de conducción revolucionaria de la clase obrera. Una se conecta con la otra. El frente nacional se disuelve, tarde o temprano, si no está respaldado por la fuerza política propia de la clase obrera. Y la fuerza política propia de la clase obrera necesita del frente nacional para desarrollarse”.
La revolución nacional y democrática es una cuenta pendiente. Para llevarla a cabo no basta la mera declaración de fidelidad al Presidente de la Nación que, especialmente en este año electoral, se ha convertido en el leit motiv de los oportunistas.

Debemos empeñarnos en reincorporar a todas las fuerzas que componen, en las nuevas coordenadas del proceso histórico, el frente nacional con proyección latinoamericana. Creemos que aún es posible.
Sólo es necesario que las clases dinámicas de la sociedad argentina rompan el cerco del estéril electoralismo y se convoquen, como en todas las instancias clave de su historia, para restaurar definitivamente la política.

MOVIMIENTO PARA LA RESTAURACION DE LA POLITICA
MRP 4 DE ABRIL

1 comentario:

Matías D. Sanchez dijo...

Muchas gracias por la clara información...Para adelante...Saludos.. El MATO